Así comienza el correo que mi esposa Aixa recibió con un archivo adjunto en Word y que luego le pedí a quien escribió estas palabras, que me permimtiera compartirlo con usted:
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Hoy he decidido compartir esta maravillosa carta con las personas que hicieron de esta aventura una experiencia inolvidable.
Gracias porque de no haber sido por Dios y el amor de ustedes hoy mi vida no sería distinta.
De corazón los aprecios y quiero miles!!
Cuando el alma llora de gratitud, las lágrimas en los ojos no son de tristeza
Sinceramente no puedo creer lo rápido que pasa el tiempo, pero más, lo rápido que se va la vida. Si estás leyendo esto es porque lo logre y Dios y tú, fueron parte de ello. Como nada logre pasar un año sin beber, 365 días sin alcohol y 8,760 maravillosas horas de una vida libre, llamada sobriedad. Si me preguntas – ¿fue fácil? en lo absoluto; pero hoy con plena convicción puedo decirte que valió la pena.
Si alguien me hubiera dicho antes en lo que se convertiría mi vida, mi respuesta sarcástica hubiera sido inmediata. Primero, porque en personas soberbias y orgullosas como yo, la concepción de una transformación genuina de Cristo ante un corazón endurecido no era posible y segundo, porque la idea de una vida diferente no era tan siquiera una probabilidad dentro de mi contexto. Sin embargo hoy, 16 de febrero, precisamente un año después de que toda esta travesía empezara, entre letras y papel puedo decirte que la gracia y el perdón “no es del que quiere, ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia”( Rom9:16) pues sin merecerlo fui adoptada como hija de un Dios vivo, de un Dios justo, pero sobre todo, de un Dios amoroso que no juzga ni condena según las pastas de los libros, sino más bien se deleita y manifiesta en lo que estas llevan escrito por dentro, historias de vidas destruidas y corazones corrompidos que por gracia fueron alcanzados, transformados y por misericordia hechos de nuevo.
Definitivamente imposible olvidar mi 2015, mi desierto, mi año de morir y nacer de nuevo. Pero sobre todo, como olvidar aquel lunes 16 de febrero. Aquella madrugada fría en el aeropuerto que entre lágrimas de tristeza pero abrazos de esperanza, me despedía de mi familia para emprender un viaje, que sin saberlo, se convertiría en el más importante de mi vida.
Aún recuerdo como si fuera ayer el haber dejado mi equipaje, haber pasado migración, haberme puesto mis zapatos y en un abrir y cerrar de ojos, haber entrado a las 5:50 de la mañana al bar de un restaurante. El haberme parado frente a una mesa, y antes de siquiera jalar la silla, haber llamado la atención del mesero que en cuestión de segundos, vi asomarse al costado de la mesa con una garrilla amablemente diciendo – ¿le sirvo café señorita? – no gracias, mi respuesta automática. – Lo que quiero son dos Monte Carlo y las quiero bien frías – Su cara imborrable y su interrogante inmediata de – ¿cerveza a esta hora? – fueron inevitables. Por lo visto, no todos los días entraba de madrugada al restaurante una adolecente que al sentarse, lo primero que le ordenaría seria alcohol y no una taza de café o un plato de comida.
Que irónica pero real puede llegar hacer la vida en ocasiones, como a veces podemos empecinarnos en amar lo que nos destruye y aborrecer lo que nos hace libres. Yo sabía que ese 16 de febrero sería el día en que la llave de mi libertad sería otorgada. Sin embargo para aquel entonces, esa libertad no valía más de lo que valía el «deleite» a pico de botella, del sabor amargo que estaba acabando con todo lo que yo era. El dejarme doblegar ante un líquido inerte llamado alcohol que me hacía romper promesas, que me hacía perder el control y lo más triste de todo, que me hacía poner de rodillas era en lo que se había convertido mi vida.
Creo que nunca olvidare aquella madrugada, los miedos, las ansiedades y el nerviosismo fueron inevitables. La idea de dejar de beber me aterrorizaba y el hecho de concebir mi vida sin alcohol no acababa de gustarme. Como era de esperarse, el deleite de esas primeras dos cervezas no sería suficiente, ni mucho menos las 10 horas restantes que me llevarían al centro donde pasaría los siguientes 38 días de mi vida. Hoy ya ni recuerdo el número de cervezas que tome ese día, pero lo que si no olvido es que luego de haber tomado mi primer avión, busque a toda prisa un lugar a las afueras del aeropuerto y a la espera de mi próximo vuelo la historia volvería a repetirse. En un abrir y cerrar de ojos, ahí estaba yo nuevamente sentada en el bar de otro restaurante dispuesta disfrutar lo que serían «los últimos tragos de mi vida». Recuerdo haber buscado una mesa de esquina frente a un ventanal, y por un momento haber contemplado como el aire agitaba la bandera del país que me vería nacer de nuevo. Por primera vez había encontrado algo visible que me plasmaba la libertad que tanto me habían hablado acerca de una vida en sobriedad, libre de alcohol y libre de adicciones. Sin embargo esa sensación de libertad así como llego así mismo se fue al momento en que decidí voltear mis ojos al bar del restaurante y en vos alta haber dicho – una Heineken por favor – y con ella haber comenzado la maratón. Si me preguntas cuantas cervezas me tomé ese día, no recuerdo, pero lo que hoy si puedo decirte es que esas 4 horas en el restaurante me bastaron para entrar al centro de rehabilitación con una cerveza en cada mano, $90 dólares menos en mi billetera y una borrachera que ni recuerdo.
Triste pero real, en aquel entonces ese tipo de escenarios era el vivo ejemplo de lo que se había convertido mi vida. Una vida llena de mentiras, máscaras y pantomimas que ante los ojos del mundo, pintaba a ser perfecta, pero que ante los míos, estaba lejos de serla. A mis 22 años me quise comer al mundo y sin darme cuenta el mundo me comió de vuelta al poner mis afanes y anhelos en las cosas y personas incorrectas. Aquel 16 de febrero no sería la primera madrugada que empezaría mi día con una copa de alcohol en la mano, sin embargo ese mismo 16 de febrero si se convertiría en el día en que estas manos por última vez, sostendrían hasta el día de hoy, una copa como esas.
Sinceramente con la partida del alcohol pensé que perdería la mitad de mi vida, que mi mundo se tornaría más gris de lo que ya estaba, que los amaneceres no tendrían el mismo color, ni el mar el mismo sonido, que las canciones ya no se cantarían igual, y que la vida ya no tendría sentido. Sin embargo hoy, a un año de su partida puedo decirte que «todo pasa y nada pasa», que uno deja de beber y la vida no se acaba, que los sueños no nacen con el alcohol sino se mueren junto con él; que mi esperanza no está en aprender a controlarlo sino más bien en aceptar que no puedo dominarlo.
No cabe duda que la escuela más dura es la vida, y quien viene y no vive para aprender es como aquel que no siente para no amar. Es por esto que hoy puedo decirte que en mi desierto aprendí que en la vida las batallas no solo se ganan de pie sino también de rodillas. Aprendí que la iglesia no es museo de santos sino hospital de pecadores. Aprendí que Dios no se manifiesta a través de un corazón perfecto sino a través de un corazón rendido. Aprendí que el errar es de humanos, pero el arrepentirse de valientes. Aprendí que el juez que más juzga y condena es el hombre, porque Dios es Dios justo, pero también amoroso. Aprendí que en el quebranto hay consuelo y en la derrota humildad; que el orgullo te hace pequeño y la soberbia indeseable. Aprendí que Dios no ama al bueno que se engrandece de su bondad sino ama al impío que reconoce su inmundicia. Aprendí que las malas decisiones se acompañan de grandes cicatrices, que los errores no se viven para olvidarse y los desiertos son las joyas del buró en tu cuarto. Aprendí que en la familia hay nobleza, donde las penas se dividen y las alegrías se comparten. Aprendí que el llorar no es signo de debilidad ni mucho menos el equivocarse sinónimo de fracaso. Aprendí que el éxito no se mide a través de los títulos expuestos en una pared, en las medallas colgadas en tu cuarto, en las palmas y los elogios recibidos por tus logros, sino también en las veces que te has caído, pero así mismo has aprendido a levantarte con más fuerza que antes. Aprendí que el dinero y las cosas materiales son pasajeras, que lo que tengo no es lo que valgo y lo que me define no es mi pasado. Aprendí que en la humildad se conocen almas grandes, corazones nobles y personas inolvidables. Aprendí que el amor y la amistad comprada, no es amor ni amistad verdadera. Aprendí que los amigos reales son contados con los dedos de una mano, donde dos son muy pocos pero tres son demasiados. Aprendí que a Dios no solo se le conoce en lugares santos, sino también en centros y cuartos de 12 pasos donde reino el pecado, la condenación, los hogares destruidos y sobre todo los corazones corrompidos “porque donde abundo el pecado sobre abundó la gracia” (Rom5:20). Aprendí que el amor de Dios no es transacción y tampoco que su gracia es opcional. Aprendí que el correr a la cruz no es temporal sino una carrera para toda la vida.
Sin lugar a duda en mi desierto aprendí muchas cosas, pero la lección más linda de todas fue saber que aunque tarde 22 años en realmente conocer de Dios, para Él nunca fui un barco a la deriva. Mi vida nunca estuvo fuera de sus planes, en su libreto mi historia jamás dejo de ser escrita, porque no fue Él quien me abandono sino más bien fui yo quien lo rechazo. Sin embargo hoy nuestra historia es distinta, por primera vez mis manos le adoran y mi boca le canta, hoy mi corazón no tiene miedo de amarlo, ni mucho menos vergüenza para buscarlo. Hoy mi confianza no la centro en el hombre, la popularidad o el dinero, porque encontré algo valioso que es la reafirmación de un Rey, que bajo su soberanía postro mi confianza, mis anhelos y mis sueños. Hoy ya no busco ni necesito la aceptación de los demás cuando tengo la de mi Padre. Hoy descanso confiada en que el jamás se ira, porque a partir de aquella tarde de marzo, hincada frente aquel imponente mar y aquel majestuosos atardecer tuve el valor de cuestionar su existencia y Él de forma dulce a través del viento y unos pies mojados por una ola de mar serena me hizo conocer su grandeza y sobre todo experimentar su presencia. Hoy entiendo que su amor no es por méritos ni su gracia por tallas, hoy no busco ni quiero comprender sus planes, porque sé que de ellos solo obras maestras pueden ser pintadas. Hoy sé que para amarlo no debo comprenderlo, sino contemplar un “amor perfecto hacia un ser imperfecto”, porque mis batallas ya fueron sus batallas y mi cruz ya fue su cruz.
Alejandra.
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Que estas palabras inspiren a todo alcohólico a buscar al que nos liberta del pecado. Les dejo un pasaje bíblico en donde Dios, el autor del universo como lo conocemos, nos recuerda por medio del libro de Proverbios las consecuenias del alcohol y de obviar las sus mandamientos y decretos.
«Hijo mío, presta atención y sé sabio; mantén tu corazón en el camino recto. 20 No te juntes con los que beben mucho vino, ni con los que se hartan de carne, 21 pues borrachos y glotones, por su indolencia, acaban harapientos y en la pobreza. 22 Escucha a tu padre, que te engendró, y no desprecies a tu madre cuando sea anciana. 23 Adquiere la verdad y la sabiduría, la disciplina y el discernimiento, ¡y no los vendas! 24 El padre del justo experimenta gran regocijo; quien tiene un hijo sabio se solaza en él. 25 ¡Que se alegren tu padre y tu madre! ¡Que se regocije la que te dio la vida! 26 Dame, hijo mío, tu corazón y no pierdas de vista mis caminos. 27 Porque fosa profunda es la prostituta, y estrecho pozo, la mujer ajena. 28 Se pone al acecho, como un bandido, y multiplica la infidelidad de los hombres. 29 ¿De quién son los lamentos? ¿De quién los pesares? ¿De quién son los pleitos? ¿De quién las quejas? ¿De quién son las heridas gratuitas? ¿De quién los ojos morados? 30 ¡Del que no suelta la botella de vino ni deja de probar licores! 31 No te fijes en lo rojo que es el vino, ni en cómo brilla en la copa, ni en la suavidad con que se desliza; 32 porque acaba mordiendo como serpiente y envenenando como víbora. 33 Tus ojos verán alucinaciones, y tu mente imaginará estupideces. 34 Te parecerá estar durmiendo en alta mar, acostado sobre el mástil mayor. 35 Y dirás: «Me han herido, pero no me duele. Me han golpeado, pero no lo siento. ¿Cuándo despertaré de este sueño para ir a buscar otro trago?» La Biblia, Proverbios 23:19 NVI
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